Las movilizaciones
del 8N de 2012 fueron, más allá de algunos exabruptos consignistas, el dato
político de una falla de representación achacable a todo el sistema político,
tanto a la oposición como al partido de gobierno. Detrás del aullido
desmesurado de la pancarta había toda una gama de reclamos concretos que la
política debía decodificar y traducir para trasladar a la “faz civil”, a una
institucionalidad no declamada sino concreta de la acción de gobierno.
El partido de
gobierno optó por ceder un tramo significativo de la representación que había
cosechado en 2011 al desconocer la agenda creciente de problemas que en aquel
evento expresó la clase media, pero que si hubiera sido bienintencionadamente
decodificada por la clase política, detallaría un conjunto de reclamos
crecientes que luego tendrían traducción electoral en 2013, evidenciando allí
un sesgo más policlasista, menos porteño céntrico y poco signado por una
pertenencia política afín al antagonismo.
Por su parte, la
oposición optó por hacer “oposicionismo”: no separaron la paja del trigo que
habitó en el 8N, no se ocuparon de interpretar la distancia que había entre la
pancarta y el reclamo concreto, no hicieron la tarea fina de generar representación.
Luego de 2001, el
partido de gobierno debió asumir, además de la conducción del Estado, aquella
representación que el sistema de partidos había dejado vacante en amplios
tramos de la sociedad. Esto produjo una mayor volatilidad de la representación,
básicamente porque el mito de la “representación total” que signó a la política
argentina hasta 1983 y que reverberó durante la década del ´90 manteniendo un
lánguido pero todavía concreto bipartidismo, ya no tenía eficacia práctica ni
simbólica para gestar una hegemonía de poder estable.
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