miércoles, 3 de diciembre de 2014

Agulla, el tigre y el bombero sensato



Era el 23 de diciembre de 2001 y Mauricio Maronna publicaba esto en La Capital...
Análisis: El radicalismo volvió a suicidarse
Tras dos años de desgobierno, a De la Rúa lo echó la misma base social que lo había elegido
"A este imbécil lo tendríamos que haber echado nosotros, pero cada vez que intentábamos hacerle sonar el despertador nos salían a operar desde algunos medios diciendo que los fósiles radicales querían provocar un autogolpe. De la Rúa terminó enterrándose, pero sepultó definitivamente al radicalismo como partido de gobierno". El descarnado relato de un histórico dirigente ucerreísta santafesino, además de convertirse en confesión de parte, revela una certeza: el centenario partido de Alem perdió su última chance de conducir la Argentina. 
Los dos años de desgobierno confirmaron que la construcción de la Alianza por el Trabajo, la Educación y la Justicia se forjó solamente para desalojar al menemismo del poder, y puso una vez más en evidencia que la historia política argentina parece condenada a repetirse en, al menos, dos factores: la inconsistencia del progresismo a la hora de acumular poder y la ineficiencia radical para conducir la República. Algo es claro: el gobierno delarruista se suicidó. 
La magistral construcción mediática de Dick Morris y Ramiro Agulla durante la campaña electoral les hizo creer a los sectores medios que con De la Rúa llegaba un Kennedy a la Argentina. Que detrás de esos spots que mantenían en vilo a los televidentes había un hombre que terminaría con la corrupción, las desigualdades sociales y la impudicia. Que había aparecido el bombero dispuesto a apagar los incendios de Carlos Menem. 
La Alianza puso al heterodoxo José Luis Machinea a minar el terreno con impuestazos a la clase media y al progresista Carlos Chacho Alvarez a justificar las podas con frases del tipo "de las crisis siempre se sale por derecha". 
Alvarez siempre creyó que la continuidad del modelo podría columpiarse con una implacable lucha contra la corrupción. Su embestida contra la podredumbre instalada debajo de las alfombras del recoleto ámbito de la Cámara de Senadores solamente encontró indiferencia en el presidente, recelo en buena parte de la dirigencia radical aferrada al toma y daca legislativo y operaciones de prensa en su contra monitoreadas por Antonito de la Rúa, el grupo Villa Rosa de Pilar y algunos operadores desgastados. 
La renuncia de Chacho fue la primera señal de alarma para los radicales lúcidos: la tarea de gobernar era un hecho demasiado importante como para dejarla solamente en manos de De la Rúa. Ya no había vicepresidente ni posibilidad de cambiar al piloto 
Machinea metía ajustes a diestra y siniestra, Federico Storani estaba encargado de ordenar la represión en Corrientes y Tartagal y el socialdemócrata Rodolfo Terragno no podía convencer a nadie con su plan alternativo. El Frepaso se convertía en una estudiantina. ¿De la Rúa? Seguía con su siesta interminable. 
La llegada de Cavallo hizo caer definitivamente los herrumbrosos puentes entre el gobierno y la UCR. El gobierno se devoró el blindaje, metió tijeretazos a estatales, recortó planes sociales y le dio entidad al movimiento piquetero. 
La inmovilización de los depósitos y la restricción para el cobro de salarios y jubilaciones fue la consumación del filicidio. El gobierno le estaba asestando un golpe casi mortal a su base de sustentación electoral y política: la clase media. El final estaba escrito en el aire. 
El miércoles, la mayoría silenciosa que había creído en De la Rúa y su engañosa pátina progresista, produjo la noche de las cacerolas y firmó el certificado de defunción del gobierno. Antes y después de la rebelión de la clase media, la Argentina miraba en el espejo su trágico rostro de violencia, muerte y lucha de pobres contra pobres. La anarquía, después de casi 12 años volvía a decir presente. 
El vuelo del helicóptero presidencial que, el jueves, atravesó el nuboso cielo de la Capital Federal fue el desenlace de una historia conocida. La carencia de alternativas políticas con un mínimo de espesor puso otra vez en el poder al peronismo. Un regreso anticipado que ni siquiera lo obligó a hacer autocrítica por los desaciertos cometidos durante la última década. 
Pero nadie debería leer mal el mensaje. Que la gente haya corrido al radicalismo del escenario no significa un bill de indemnidad para el PJ. Los peronistas, hoy más que nunca, deberán entender que no hay espacio ni para las falsas promesas ni para extender en el tiempo la falta de ajuste sobre la política. 
La gente guardó las cacerolas y observa las actitudes, y los rostros de los nuevos ocupantes de Balcarce 50. Reconstruir el desastre que dejó De la Rúa llevará tiempo, pero apelar a la "herencia recibida" será una muletilla de ocasión. 
Si para que algo renazca primero tiene que morir, el presidente que surja el 3 de marzo tiene la oportunidad histórica, y tal vez la última, de transformar en realidad la certera frase que indica que de la crisis política se sale con más y mejor política. 
Hará falta mucho sentido común para extinguir las llamas que dejó ardiendo un bombero insensato, ciego, sordo y atribulado. Seguir atizando el fuego ya no solo pondrá en riesgo a otro gobierno: herirá de muerte a la República. Alguien tiene que pensar en la gente.



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